Estaba parado frente a ventanal observando como el cielo
pintaba de gris el horizonte mientras que, simultáneamente, observaba mis
emociones caer.
Me encontraba en un
décimo piso, por lo cual decidí usar el elevador que se encontraba a mis espaldas y ver si encontraba la felicidad que
me faltaba dentro de esas penumbras. Al entrar, me invadió la curiosidad, por
lo cual me propuse a recorrer los pisos, ya que mi felicidad podía esperar como
siempre espera. Increíblemente ésta situación no me parecía extraña en lo
absoluto. No era nada nuevo que trate de buscar mi color entre esa oscuridad
que tanto me gustaba pero que a veces detestaba.
El noveno piso no era
más que un pasillo extenso con distintas tonalidades de verde, tanto en el
alfombrado del piso como en el terciopelo de las paredes. El pasillo finalizaba
en una puerta de roble con un nueve de bronce en su centro, ubicado encima de
la mirilla. Mis pies desnudos reían porque la alfombra los acariciaba como
invitandome a seguir y descubrir que se ocultaba detrás de esa puerta. De
frente al picaporte dudé si sería lo correcto que mi esquelética mano se posara
desvergonzadamente en el. Respiré hondo y abrí la puerta.
Al ver mis recuerdos
ahogarse en brea di un pasó atrás y una correntada cerró la puerta. "Que
se joda el viento" pensaba mientras caminaba rumbo al ascensor.
En el octavo piso no había
nada, a excepción de una frase pintada en letras que reconocí al instante, al
igual que el sentimiento que me recorrió la espalda en momento simultaneo. Eran
letras mensajeras de dolor, borroneadas por demás, tratando de ocultar lo que
realmente querían decir. "¿ Podrás recordar los colores del alba al
amanecer?". En el elevador, dos lágrimas bailaban por mis pómulos con tal
intensidad que podrá jurar que competían y disfrutaban del saber que quemaban
mi tez con su salinidad natural.
Los cuatro pisos siguientes
estaban clausurados. Supuse que si se encontraban en ese estado, era porque
había cosas que no quería volver a ver, ya que me adormecían el corazón cada
vez un poco mas y no era eso lo que quería para mi persona, no ahora.
En el cuarto piso podían observarse fotos de mi niñez, mientras podía inhalarse el olor a café caliente que se desprendía de las paredes para dibujar en mi cara una sonrisa. Me sentí cómodo ahí hasta que, a lo lejos, pude distinguir un sonido familiar. El estruendo seco de la mano impactando la carne produjo un alarido tan agudo que rompió la lampara que estaba encima mío. Comprendí que ese pasillo no era mas que la sensación que me producía vomitar; quiero decir, como se cortaban mis entrañas y resonaba todo en ese espacio vacío que sobraba en mi.
Volví rápidamente al ascensor dejando la curiosidad de lado, ya que a ese paso jamas iba a encontrar lo que estaba buscando.
Llegué al primer y último piso que me faltaba por recorrer, pero no había rastros de nada ni nadie ahí dentro. Sólo estaba yo intentando reconstruir mi cordura. Podía respirar nombres que lograron erizar mi piel y confundir mi interior con manantial de lava hambrienta que su principal y única afición era destruir adolescentes tristes. No había lugar para correr, sólo podía volver al décimo piso e intentar ser feliz de maneras incoherentes, tal y como lo vengo haciendo hace dos años. Me observé en el espejo y comencé a notar mi deterioro interno. No podía reconocerme en el, así que me di la vuelta, resignado, a alejarme de todo aquello y tratar de convencerme, en el camino de vuelta, que era todo era un mal sueño.
¿Y que hay de la felicidad que reside en el subsuelo?, me pregunté sin bajar a éste. No lo se y no quiero saberlo. No por miedo al subsuelo, sino simplemente, por el miedo a ser feliz.